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Hay heridas que marcan. Traiciones que dejan vacíos. Palabras que, aunque fueron dichas hace años, siguen resonando como un eco que no se apaga. No es fácil hablar de perdón cuando el alma sangra. A veces creemos que perdonar es excusar lo que pasó. O peor aún, que es renunciar a la justicia. Pero el perdón no es olvido. No es debilidad. Es una decisión valiente: decirle al dolor “hasta aquí” y confiar en que Dios hará con lo que vivimos algo que nosotros no podríamos.

Y aunque cualquier herida duele, hay algunas que calan más hondo que otras. A veces, las personas más cercanas a nosotros son quienes más profundamente pueden herirnos. No duele tanto por lo que hicieron, sino por quién lo hizo.

Yo lo sé. Porque lo viví. He sido herido profundamente. Y una de las heridas más dolorosas vino de alguien con quien compartí ministerio por años—un pastor en Orlando. Servimos juntos, soñamos juntos, edificamos juntos… hasta que la forma en que fuimos tratados nos rompió el corazón. El dolor fue real. Profundo. Y el perdón no vino rápido. Me tomó dos años soltar el rencor. Dos años de oraciones interrumpidas. De emociones atrapadas. De conversaciones imaginarias que nunca terminaban bien. Pero en ese tiempo, Dios no me dejó solo. Me acompañó. Me esperó. Y con su gracia, me mostró el camino a la libertad.

Perdonar es decidir que el dolor no tendrá la última palabra, y confiar en que Dios es experto en transformar cicatrices en testimonios.

Perdonar es decidir que el dolor no tendrá la última palabra, y confiar en que Dios es experto en transformar cicatrices en testimonios.

Perdonar fue rendirme. No ante quien me hirió, sino ante Dios. Fue dejar de ajustar cuentas y empezar a soltar cargas. Fue entender que mi historia no tenía que terminar con una herida, sino que podía continuar con redención. Jesús lo hizo así. Desde la cruz. Traicionado, golpeado, rechazado. Y aun así, pronunció: “Padre, perdónalos.” No porque el dolor no fuera real… sino porque su amor era más grande. El perdón, para Jesús, no era el final. Era el principio.

Una vez, hablando con uno de mis mentores, el pastor Robert Barriger, le conté mi historia. Él me dijo algo que nunca olvidé: “Ahora que tú fuiste tratado tan mal, ya sabes cómo no tratar a la gente. Y vas a poder liderar a muchos sin causarles el dolor que tú sufriste.” Esa frase fue un parteaguas. Me di cuenta: Dios no desperdicia el dolor. Lo usa. Lo pule. Lo convierte en compasión. Y si lo dejamos, lo convierte en llamado.

¿Es difícil perdonar? Claro que sí. Pero duele más quedarse atrapado en lo que ya pasó. El rencor no te protege. Te encarcela. Y la falta de perdón no hiere al otro… te sigue hiriendo a ti.

Dios no te pide que perdones por obligación. Te lo pide por amor. Por sanidad. Por libertad. Porque cuando perdonas, sueltas el peso. Y haces espacio para que el Espíritu de Dios toque lo que tú no puedes sanar. Y un día… esa cicatriz ya no contará la historia del dolor. Contará la historia de su gracia.

“Dios sana a los quebrantados de corazón, y les venda las heridas.” — Salmo 147:3

“No te dejes vencer por el mal; al contrario, vence el mal con el bien.” — Romanos 12:21


Preguntas para reflexionar:

  1. ¿Hay alguna herida que todavía estás permitiendo que tenga la última palabra en tu vida? ¿Qué paso podrías dar hoy para comenzar a soltar ese dolor y entregárselo a Dios?
  2. ¿Cómo podría Dios usar tu historia, incluso tus cicatrices, para consolar, guiar o levantar a alguien que está atravesando un dolor similar al que tú viviste?
  3. ¿De qué manera el dolor que viviste podría ayudarte a liderar con más compasión y tratar a otros con la gracia que a ti te faltó recibir?

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