No puedo olvidar aquella tarde. Yo tenía todo planeado. Había trabajado duro en un proyecto del trabajo que para mí era muy importante. Le había puesto tiempo, creatividad, esfuerzo… estaba convencido de que las cosas iban a salir como yo lo soñaba. Estaba seguro de que iba a ser un éxito. Pero no fue así. El proyecto no salió como esperaba. Las puertas que yo creía abiertas se cerraron. Y aunque por fuera intentaba seguir adelante, por dentro algo comenzó a crecer: la amargura.
La amargura es sutil. A veces no se muestra con gritos o reclamos, sino con ese nudo en el pecho, esa tristeza que no se va, esa voz que susurra: “Esto no debió pasar así.” Y es que, seamos honestos: muchas veces la amargura nace porque las cosas no salieron como YO quería, porque el control se me escapó de las manos, porque no se hizo MI voluntad. Y ahí estaba yo: triste, decepcionado… y encadenado. Quien se aferra a la amargura, se encadena a la tristeza, y eso era exactamente lo que me estaba pasando.
La Biblia nos advierte: “…Tengan cuidado de que no brote ninguna raíz venenosa de amargura, la cual trastorne a muchos.” (Hebreos 12:15, NVI). La amargura no solo nos lastima a nosotros; envenena nuestras relaciones, nuestras palabras, nuestro corazón.
Y muchas veces, una forma muy real en la que la amargura llega a nuestra vida es a través de los celos. Cuando envidiamos lo que otro tiene —el éxito, las oportunidades, las bendiciones que queríamos para nosotros— lo que en el fondo ocurre es que nuestra voluntad no se ha cumplido como deseábamos. Por eso Proverbios 14:30 nos enseña: “El corazón tranquilo da vida al cuerpo, pero la envidia corroe los huesos.” (NVI). Los celos son una de las maneras más rápidas en las que el ego herido nos encadena a la tristeza.
Me tomó un tiempo reconocer que, detrás de esa amargura, estaba mi ego herido. Quería que mi plan fuera el plan. Quería que mi forma fuera la forma. Pero en algún momento, cansado de esa carga, hice lo único que trae verdadera libertad: rendí mi deseo de control a Dios. Oré de esta manera: “Señor, Esto no salió como yo esperaba… y qué bueno. Porque sé que Tu plan es mejor que el mío, tu voluntad es perfecta y tu conocimiento más amplio. Ayúdame a dejar a un lado mi voluntad y confiar en ti.”
”Detrás de esa amargura, estaba mi ego herido.
La amargura se disuelve cuando nos rendimos. Cuando dejamos de luchar por el control y abrazamos la humildad de quien reconoce que Dios sabe más, que su plan es perfecto aunque a veces duela, aunque a veces no lo entendamos en el momento.
Hoy quiero invitarte a examinar tu corazón. ¿Hay alguna tristeza que se ha transformado en amargura porque algo no salió como querías? ¿Hay un plan roto, un sueño no cumplido, algo que no resultó como esperabas? No te aferres. Suelta. Rinde. Porque quien se aferra a la amargura, se encadena a la tristeza. Pero quien se rinde a Dios, encuentra libertad, paz y propósito.
“Humíllense, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que él los exalte a su debido tiempo. Depositen en él toda ansiedad, porque él cuida de ustedes.” (1 Pedro 5:6-7, NVI)
Preguntas para reflexionar:
-
Piensa en un área específica (tu trabajo, tu familia, tus planes personales): ¿en qué aspecto te has sentido frustrado porque no salió como querías? ¿Qué podrías orar hoy para entregárselo a Dios?
-
Esta semana, cuando algo no salga como esperas, ¿cómo podrías responder de forma diferente: en lugar de quejarte o amargarte, qué palabras o acciones podrían mostrar que confías en el plan de Dios?